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Bolis por siempre

Cubos, naranjú, vikingo, bolis, bolo, flash, hielito, chupichupi, saborín, bambino, bollos, duros, duro frío, raspaíto, marcianos, chupps, helado en bolsita, sabalito, charamusca, malo kinada, gelatinas de hielo y yunglis de la jungli… En cada zona son únicos y -secretamente- universales.

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Hace unos años leí dos columnas sobre la nostalgia publicadas en La Tercera que me dejaron pensando, y medio triste. La primera era una reflexión a partir de una campaña de Bata -firmado por Daniel Villalobos- en que el autor, con muy buenas armas, se ensañaba contra la omnipresencia de los recuerdos y de la idealización del pasado tamizado por la pátina del tiempo. Decía Villalobos: “El pasado es bueno, decían esas campañas. Porque el pasado no es viejo, es clásico. La ropa no es usada, es vintage. La gente no es pobre, es de esfuerzo. La publicidad entendió antes que nosotros que la nostalgia no funciona fuera de los eufemismos. Sobre todo, entendió que cuando defines a un producto como ‘clásico’ te ahorras mencionar cuál era el segmento de la población que lo consumía originalmente”. La otra columna era de mi entrañable amigo Marcelo Contreras, que las emprendía contra la nostalgia musical -contra la retromanía-, comentando que “giramos en una centrífuga de añoranzas donde disfrutamos los recuerdos de otros. El tiempo se relativiza sintiendo nostalgia y apego a épocas que no viviste. También semeja a una playa carcomida por mareas cada vez más poderosas, como esos avisos de Facebook de tu pasado reciente”. Por esos dos textos me quedé pegado, cuando estaba esperando para entrar en la Universidad de la Costa en Barranquilla para un congreso sobre revistas científicas y pasó primero un muchacho en bicicleta y con una de esas cajas de plumavit para mantener el contenido refrigerado: “Bolis, bolis”, decía.

A los dos minutos pasó otro muchacho a pie, un viandante, con otra de esas cajas de plumavit, solo que ahora transportada pedestremente: “Bolis, bolis”, también repetía. Y no pude no preguntarle a Adolfo, el taxista que me había llevado de un lado para otro por esa calurosa ciudad, qué eran los bolis. Y me contó que les llamaban “bolis” a unos helados hechos en el freezer en unas bolsas plásticas de jugo congelado. Y fue meterme en una máquina del tiempo y recordar que la señora Lucy, nuestra vecina que en el Vecinal de los setentas vendía en los veranos a uno o dos pesos, esos jugos de bolsa helados a los niños del barrio.

Un poco antes de ese viaje a Colombia leí “Austin, Texas 1979” de Francisco Ángeles y la sensación fue la misma que me ha invadido en cada lectura sobre la sensibilidad de la nostalgia que ha invadido tanta literatura (“millenial”) actual. Junto con el “esto me ha pasado a mí”, me repetía ese crítico que todos los que hemos estudiado letras llevamos dentro: “Pero no podrán decirse otras cosas que vayan más allá de las sensibilidades de los setentas, ochentas, o yo qué sé”. Y eso me trajo de nuevo a los “bolis”. ¿Así que esos recuerdos de los helados de jugo de la vecina de la infancia en un barrio suburbano de Santiago -y que perdían todo su colorante no bien uno los tocara con la lengua al darle el primer sorbo- también se pueden reproducir en Colombia… o en Costa Rica o en Bolivia? Pienso que quizá la manera de escapar de la “trampa de la nostalgia”, de la “trampa del tiempo” no es ya movilizarse con el cintoespaciotemporal en el tiempo, sino que en el espacio. Fue un poco lo que nos pasó con la Carmen Duarte cuando a fines de ese verano estuvimos un fin de semana en Mendoza. Allí nos encontramos con ese maestro que es Rogelio Nazar, e hicimos una larga caminata bajo 35 grados por las calles de su infancia. Y nos contaba de los locales en que servían “barroluco” y de la plaza y el arco en que jugaba a los ocho. Porque esa mitologización de tu barrio suburbano de la niñez se puede reproducir en decenas de países, y esos mismos arcos de la plaza y esos mismos retos de la vecina que se quedó con la pelota, y el recuerdo de esa primera vez que viste “Star Wars”, se reproduce como un fractal de memoria en miles de barrios, todos en general más o menos parecidos a los otros. Baste decir que esos helados que pensábamos que eran tan nuestros, los “bolis”, traen a la memoria de millones de niños latinoamericanos, un universo perdido no solo en las arenas del tiempo, sino que en los vericuetos del mundo. No por nada, tienen distintos nombres en cada país y cada zona: naranjú, vikingo, bolis, bolo, flash, hielito, cubo, chupichupi, saborín, bambino, bollos, duros, duro frío, raspaíto, marcianos, chupps, helado en bolsita, sabalito, charamusca, malo kinada, gelatinas de hielo y yunglis de la jungli. Y en cada zona son únicos y -secretamente- universales.

Publicado originalmente en Tercera Cultura